por Bethany Broderick
Al principio, cuando nos mudamos a nuestra nueva casa hace dos años, una de mis habitaciones favoritas era la oficina en la planta alta; parecía el lugar perfecto para escapar. En la oficina caben tanto el escritorio de mi esposo como el mío junto con los libreros repletos de libros; pero el rincón, tan preciado para mí, tiene una silla muy cómoda y una mesita llena de libretas, plumones y mi desgastada Biblia. Mientras acomodaba esta parte sagrada de mi casa, sabía que este sería el lugar en el que tendría mi tiempo de quietud. Saber que me encontraría con Dios en este rinconcito perfectamente arreglado me ayudaba a sentirme establecida en nuestra nueva casa.
Al menos eso pensaba. Pero con mi Biblia y materiales de estudio tras una puerta cerrada, parecía que tendría un largo viaje para escalar la torre y alcanzar ese bendito rinconcito cada día. El bebé despertando por la noche hacía que las citas matutinas fueran casi imposibles. Y ya que la oficina no estaba hecha a prueba de bebés, llevar a mi hija allí no era factible tampoco. Y aunque podría correr a mi rincón en cuanto mi hija tomara una siesta, me daba cuenta que me quedaba dormida también.
Mi rincón aparentemente perfecto para mi tiempo de quietud con Dios se veía muy lejos, y Dios también. Deseaba mucho esos preciosos minutos llenos de paz a solas con Él que tenía antes de la maternidad. Pero se sentía como si Dios estuviera en la planta alta y mi vida real estuviera en la planta baja, mientras limpiaba pisos sucios de avena, cambiaba pañales y cantaba la canción de la colita de rana cuando alguien se lastimaba.
El Espíritu Santo empezó a convencer a mi corazón y caí en cuenta de que, en mi búsqueda de Dios en realidad había idolatrado mi visión de mi tiempo con Dios por encima de Él mismo. Quería tener largos momentos sin interrupciones para orar y estudiar la Biblia, pero no estaba dispuesta a sacrificar a Él las pequeñas interrupciones a lo largo de mi día. Dios no estaba en la planta alta. Mi silla podría estarlo. Mi Biblia tal vez. Mis abundantes plumas y marcatextos tal vez, pero Dios no estaba limitado a un tiempo y a un lugar.
En el Antiguo Testamento bajo el viejo pacto, la presencia de Dios estaba representada por el Arca del Pacto escondida en el Lugar Santísimo dentro del templo judío. Solo un hombre, el sumo sacerdote, podía venir delante de Dios en ese lugar una vez al año. La gloria de la presencia de Dios estaba regulada a un límite de tiempo, lugar y persona. Sin embargo, Dios prometió que un día, “Estará en medio de ellos mi tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Ez. 37:27). Él haría eso a través de la vida, muerte y resurrección de Cristo Jesús.
Cuando Jesús dio su último aliento en la cruz, el velo que separaba al Lugar Santísimo del resto del templo se partió en dos, de arriba abajo, simbolizando que la presencia de Dios ya no más estaba separada de su pueblo. “Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Ef. 2:13). Dios no solo está con su pueblo, sino que está en su pueblo por medio del Espíritu Santo morando en él. Nosotros como el pueblo de Dios, la iglesia, no tenemos que esperar por un sumo sacerdote que vaya delante de nosotros a la presencia de Dios porque tenemos a Cristo, el Gran Sumo Sacerdote, y a la misma presencia de Dios dentro de nosotros, haciéndonos un real sacerdocio. (Heb. 4:14; I Ped. 2:9)
A través de este nuevo y mejor pacto, ahora tenemos unidad con Cristo y la seguridad del Espíritu Santo que nos permite vivir en la presencia de Dios. Así que cuando separaba a Dios de mi día a día, dividiendo lo sagrado con lo secular, estaba levantando barreras entre mi comunión con Dios que jamás debieron existir como seguidora de Cristo. Siempre tengo acceso a la presencia de Dios, ya sea que esté cocinando, barriendo o arrullando a un bebé.
Cuando eventualmente moví mi Biblia y mi silla favorita a la planta baja, un cambio aún más importante ocurrió en mi mente y corazón. La presencia de Dios ya no más está limitada a una hora de aislamiento y silencio; Él está en medio del ruidoso caos de niños pequeños. Aunque los momentos quietos aún son un precioso regalo, mi comunión con Dios no termina al primer llanto que escucho en el monitor de bebé. Una oración que empezó en la quietud de la mañana continua durante el día. Un versículo estudiado brevemente es meditado mientras lavo la ropa y los trastes. La presencia de Dios no solo se siente cuando estoy a solas con Él, sino también cuando mi hija se acurruca en mis piernas mientras le leo un libro.
Y Dios esta así tan cerca de ti. Por el sacrificio de Cristo, tenemos confianza de “acercarnos al trono de la gracia” para “hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16). Él no solo quiere estar presente contigo cuando estás sentada sola con una Biblia en tu regazo. Él quiere que clames cuando estás perdiendo la paciencia con tu hijo, cuando enfrentas un conflicto con un compañero de trabajo o cuando estás siguiendo una pasión en tu corazón. A Él le importa cada momento de tu vida, no solo los momentos de quietud. Él promete que está “cercano a todos los que le invocan, a todos los que le invocan de veras” (Sal. 145:18).
Aunque no debemos dejar los momentos de quietud con Dios, recordemos que nuestro tiempo con Dios no siempre tiene que ser callado. Podemos darle nuestros momentos ruidosos, nuestros momentos tristes y felices y nuestros momentos santos y pecaminosos. Por la sangre de Cristo, en cada momento tenemos acceso al Padre. Él no está en la planta alta, aunque puede que le hayamos relegado a los rincones de nuestra vida. Hoy, acércate a Él, porque Él anhela acercarse a ti.
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido y usado con permiso.