No importa lo que hayas hecho o lo lejos que hayas llegado, siempre te amaré con un amor sin fin.
Puede que las palabras no fueran audibles, pero eran innegables; sin duda provenían de las Escrituras que se habían arraigado a lo largo de los años.
Estando sentada sola como adolescente en un inhóspito cuarto blanco del ala de psiquiatría pediátrica, estas palabras de esperanza atravesaron el ruido ensordecedor del dolor, la inseguridad y la vergüenza. Puede que haya tocado fondo, pero en el fondo encontré a Jesús.
Por su gracia, Dios usó esa época para abrirme los ojos a la verdad de que mi valor, mi identidad y mi verdadero gozo no se encontraban en mí ni en el mundo, sino solo en Cristo. No sólo cambió la trayectoria de mi vida, sino que también moldeó la forma en que crio a mis hijos. A lo largo de los años, he visto surgir una “identidad equivocada” similar en muchas de las luchas que experimentan mis hijos.
En busca de identidad y valor
Dentro del corazón de cada uno de nuestros hijos hay un enorme agujero. Anhelan ser llenados y anhelan ser conocidos y amados, tal como el hermano mayor y el hermano menor del relato bíblico del hijo pródigo (Lucas 15:11–32).
Esta parábola señala dos formas principales en que nuestro corazón busca realización y valor fuera de nuestro Padre Celestial. Una forma es perseguirlo fuera de nosotros mismos; la otra es mirar hacia adentro.
Aunque la forma en que se mostró el corazón de ambos hermanos pudo haber sido diferente, la motivación era la misma: un deseo de pertenecer, un anhelo de realización, y una necesidad de felicidad.
Si miramos por debajo de la superficie de las emociones, los deseos, las luchas, el orgullo y las inseguridades de nuestros hijos, veremos esa misma motivación en acción. Ya sea una propensidad a buscar valor en sí mismos o en el mundo que los rodea, el problema del corazón sigue siendo el mismo. Ambos contienen el hilo pecaminoso de la independencia entrelazado con el anhelo dado por Dios de ser conocidos, amados y satisfechos por Aquel que los creó.
A lo largo de los años, muchos de los desafíos que hemos atravesado han revelado gradualmente un tema común de anhelo dentro de cada uno de mis hijos. A menudo, su angustia proviene de la búsqueda de su identidad y valor en una de tres maneras.
1. Perfección
Los desafíos y emociones de nuestros hijos pueden surgir de su inútil búsqueda de la perfección. Al igual que el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo, ellos se esfuerzan por ser dignos en función de sus méritos. Pero esta búsqueda poco realista de la perfección sólo conduce al miedo al fracaso, al desprecio por uno mismo cuando esto sucede, y a un espíritu de crítica.
Cuando vemos esta lucha en nuestros hijos, es una oportunidad para señalarles la verdad liberadora del Evangelio, recordarles que nuestra esperanza no se encuentra en lograr la perfección, sino en Jesús y su perfecta justicia. El don del Evangelio no es para los infalibles, sino para aquellos que saben que son pecadores, imperfectos y necesitados del perdón y la gracia de Jesús (Ef. 2:8–9).
La fe en Jesús significa confiar en Él no sólo para nuestra salvación sino para que su gracia cubra nuestras limitaciones y nuestra humanidad. Nosotros (y nuestros hijos) podemos descansar en la verdad de que Jesús nos mira con amor y afecto, no con condenación.
2. Prosperidad
La prosperidad promete a nuestros hijos felicidad, seguridad, comodidad y admiración. ¿El problema? Es como una carrera en la que alguien sigue moviendo la línea de meta. Nos esforzamos por alcanzar la felicidad, sólo para descubrir que no está a la altura de lo que prometió.
A pesar de eso, nuestros hijos siguen siendo muy conscientes de sus jeans de segunda mano, del auto que su amigo recibió el día que cumplió 16 años y del hecho de que “todo el mundo” tiene un teléfono inteligente menos ellos.
Una vez más, tenemos el privilegio de ayudar a nuestros hijos a ver que no importa qué o cuánto tengan, nada en este mundo puede satisfacer el anhelo que llevan dentro. Es un vacío que sólo puede ser llenado por Dios mismo ya que no somos la suma de lo que poseemos. Por lo tanto, en una cultura que adora lo creado por encima del Creador y los regalos por encima del Dador, podemos ayudar a nuestros hijos a ver que su valor y su felicidad nunca se encontrarán en tener lo mejor que existe. Cuando encuentran su identidad y gozo en Jesús por encima de todo, son libres de disfrutar los regalos que Él les da, no de encontrar su valor o felicidad en ellos.
3. Popularidad
El sentido de identidad de nuestros hijos puede entrelazarse con el deseo de ser afirmados por quienes los rodean. Anhelan el favor y la aceptación entre compañeros, hermanos, compañeros de equipo y seguidores en las redes sociales. Se envuelven tanto en cómo los ven los demás que les dan a las personas el poder de determinar su valor (una lucha común en todos nosotros).
Pero podemos ayudar a nuestros hijos a aprender a discernir la creencia que está detrás de sus emociones. Si les explicamos que el deseo de ser apreciados no es malo, sino simplemente mal encaminado, podemos señalarles la verdad de que son plenamente amados, conocidos y apreciados por su omnisciente Padre Celestial (Is. 49:15–16). Y esto no por lo adorables o talentosos que sean, o por cómo se comparan con quienes los rodean, sino porque fueron creados de manera maravillosa y cuidadosa por Dios.
La adoración de los demás es pasajera, pero el amor de Jesús es incondicional.
Un corazón que nos acepta
Tenemos el privilegio de aprender junto a nuestros hijos. Todos podemos luchar por recordar que nuestra identidad, valor y felicidad no se encuentran dentro de nosotros mismos ni en el mundo que nos rodea. Y aún así, en vez de que Dios nos muestre el puño enojado, tenemos un Padre Celestial que siempre nos llama a sí mismo con los brazos abiertos, anhelando llenarnos con gozo, seguridad y descanso que solo se puede encontrar en Él.
No importa qué tan lejos vaguemos (o nuestros hijos), o cuán enredados estemos en nuestro orgullo o en la búsqueda de la felicidad separados de Él, Jesús está listo para perdonarnos y darnos la bienvenida a casa. Qué regalo les damos a nuestros hijos cuando les señalamos el corazón de su Padre Celestial hacia ellos. Como Jonathan Edwards dijo: “No hay amor tan grande y maravilloso como el que hay en el corazón de Cristo”.