Fácilmente podría trazar el declive de las buenas actitudes y la paz en nuestro hogar. Durante el último mes, hemos batallado con enfermedades e infecciones de oído, y sentí que nunca nos recuperaríamos. El desánimo llenaba cada vez más mis días; seguramente todo esto fue culpa mía. La cacofonía de la incertidumbre y las preguntas se hizo más fuerte:
Ha pasado un tiempo desde que memorizamos versículos en familia. ¿Me ven leyendo mi Biblia lo suficiente? ¿Quizás necesitamos escuchar alabanzas con más frecuencia? ¿Cuándo fue la última vez que repasamos nuestro catecismo? Leemos muchos libros, pero ¿cuántos de ellos están basados en la fe? Esa otra mamá es más consistente en enseñar la Biblia que yo y sus hijos parecen mejor comportados. ¿Qué estamos haciendo que es bueno? ¿Importa siquiera? ¿Por qué no vemos ningún fruto?
¿Estoy haciendo lo suficiente?
Tracé un plan. Coloqué el plan de memorización de la Biblia de mis sueños sobre la mesa de la cocina. Me convencí de que esto resolvería todos nuestros problemas e inspiraría a mis hijos hacia la piedad. Aún así, las preguntas persistían en el fondo de mi mente. ¿Mis esfuerzos siquiera importan? Dios, ¿estás obrando en mi hogar?
En el sótano de nuestra iglesia, nos hemos reunido con cristianos de diferentes naciones. Nuestros cuatro hijos encuentran a sus amigos y una mesa disponible mientras nosotros, los padres, nos preguntamos si sería buena idea dejarlos sentarse juntos. Al final, cedimos. Estoy convencida de que no están escuchando, pero por el momento están en silencio. Juegan con juguetes de sus bolsillos y comparten secretos mientras alguien comparte su testimonio.
Este hombre nos narra que durante muchos años vivió sin estar seguro de quién era Dios. Hace una pregunta retórica a la congregación, tratando de captar su incertidumbre: “Al final de cuentas, ¿quién fue Jesús?” Una voz grita desde nuestra mesa: “¡Él es Dios!”
Mi esposo y yo intercambiamos una mirada mientras las risas se escuchan en la habitación. Ambos estamos estupefactos y encantados al mismo tiempo; nuestras sonrisas lo dicen claramente. Mi esposo se acerca a nuestra hija y le acaricia el hombro mientras ella sonríe.
Ella ha estado escuchando.
Al salir de la iglesia, en camino a casa, los niños luchan en el asiento trasero. La mañana ha sido larga y ya estamos todos ansiosos para llegar a nuestro hogar.
Desde atrás surge una conversación sobre Dios y su fuerza.
“¡Dios puede sostener a muchos niños! ¡Puede sostener como cinco o diez de ellos! ¡Puede sostener el mundo entero en su mano!”
“¡Puede sostener mucho más que eso! Puede sostener como a un millón de personas”.
Escucho en silencio mientras descifran lo que saben que es verdad acerca de Dios. Quiero interrumpirlos y compartir lo que sé: que Dios puede sostener a todos los niños del mundo. Quiero que sepan que no solo puede sostener a cada uno de ellos, sino que también quiere hacerlo. En cambio, no digo nada: me quedo en silencio y grabo el momento en mi mente para más tarde.
Han estado escuchando.
La infección de oído de mi hijo ha regresado y no estoy segura de si los nuevos antibióticos están funcionando. Tan solo tiene un año y no entiende de dónde viene su dolor. Se manifiesta en inquietud y necesidad de más abrazos y cuidados.
Al final de una larga noche de cuidarlo sola, me doy cuenta que él no quiere dormir; quiere llorar y yo quiero llorar con él. En cambio, en un acto de desesperación, canto un corito que tiene el potencial de darle energía.
“La B-I-B-L-I-A, es el libro de mi Dios, en ella sólo confío yo; la B-I-B-L-I-A!” La canto en voz baja, esperando que no grite “¡Biblia!” al final y despierte a los demás.
Él no lo hace. Solo escucha y se calma, apoya su cabeza contra mi hombro mientras nos balanceamos juntos en la oscuridad. Susurro el corito por encima de su cabeza y lo abrazo con más fuerza.
Cuando lo pongo en su cuna, grita con entusiasmo: “¡Biblia! ¡Biblia!” Cuando dejo de cantar, él canta la canción para sí mismo o, al menos, su propia versión.
Ha estado escuchando.
Hay un momento en que Pablo le escribe a Timoteo sobre su fe sincera. Supongo que podría haberlo dejado así, pero resalta a la abuela de Timoteo, Loida, y a su madre, Eunice, dos mujeres conocidas por su fe sincera.
El pequeño Timoteo creció observándolas, escuchando sus oraciones y siendo testigo de primera mano de su caminar con Dios. Pablo establece la conexión entre estas mujeres, su fe y la fe que ahora vive en Timoteo (2 Timoteo 1:5).
Él estaba escuchando.
Me pregunto si Loida y Eunice sintieron el peso que sentimos nosotros ahora: el peso de la incertidumbre y el desánimo de que de alguna manera estamos fallando. El peso de que podríamos hacer más por la vida espiritual de nuestras familias. El peso de que todas las demás madres son mejores que nosotras y siempre vamos un paso atrás.
Pero ¿por qué menospreciar las semillas que estamos plantando? ¿Por qué restar importancia a las formas en que ya estamos cuidando de los corazones de nuestros hijos, maneras en las que Dios es libre de usarlas como quiera?
Es posible que el fruto de la fe no llegue de inmediato. Puede que el fruto no se vea exactamente como nos gustaría, pero cuando la verdad de Dios se habla y se vive en nuestros hogares, siempre logrará exactamente lo que Dios quiere (Isaías 55:11).
Dios, ¿estás obrando en estos pequeños corazones?
Estoy escuchando, Señor, veo que tú lo estás.
Y ahora sé que estás obrando en el mío.
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido y publicado con permiso.