por Ashley Anthony
En un viaje familiar reciente, nuestro hotel tenía alberca techada. Mis dos pequeños amaron jugar en el agua al principio, pero rápidamente se aburrió mi hijo y prefirió caminar alrededor de la alberca. Pasé el resto del tiempo de alberca agachada, paseándolo, agarrada de su mano porque quería soltar la mía. Tuve que apretar su mano más y más fuerte porque él quería soltarme, creyendo (como niños tercos de un año suelen hacer) que lo podía hacer sólo. A veces me sentía paciente, a veces impaciente, pero también sentí un sospecho creciente de que, en su terquedad, mi hijo se parecía más a mí de lo que quisiera admitir.
Todos los días yo lucho con el pecado, especialmente en relación con mis hijos. Sé que Dios quiere que sea paciente con mis hijos, pero me frustro cuando juegan con sus juguetes en lugar de ponerse los zapatos. Sé que mis hijos son buenos dones de Dios, pero envidio a mi amiga que puede hacer sus mandados sola. Mis acciones diarias demuestran que no soy la hija sumisa que ama tomar la mano de mi Padre celestial. Al contrario, la quiero soltar, creyendo que soy lo suficientemente fuerte para vencer las luchas diarias por mi cuenta. Como un espejo, la maternidad exhibe mis debilidades, faltas, y pecados.
He intentado atribuir mi pecado a simple error o hacer lo mejor que pueda. He determinado que la próxima vez lo haré mejor—solo necesito esforzarme más. Pero he encontrado que estos mantras no son de ayuda ni son veraces.
Cuando reconocemos que somos débiles y pecaminosos, nos ponemos en la posición correcta delante de un Dios santo. Reconocer nuestra necesidad diaria de un Salvador nos coloca en el camino indicado para volvernos más como Jesús—el camino de la santificación.
La santificación depende de la obra de Cristo
Antes de la maternidad, yo estaba bastante contenta conmigo misma. Como llevábamos varios años de matrimonio mi esposo y yo, por la gracia de Dios habíamos superado algunas de las dificultades más juveniles en nuestro matrimonio. Por su puesto que me reconocía pecadora de manera confesional, pero internamente, no estoy segura de realmente haber creído que fuera verdad.
…Luego mi hija llegó a los terribles dos.
La maternidad es difícil. Saca a relucir lo mejor y lo peor de nosotras. Pero cada momento es una oportunidad para exhibir dependencia en la obra de Cristo en lugar de la nuestra.
Hebreos describe de manera hermosa a Jesús como “iniciador y perfeccionador de nuestra fe” porque Él “soportó la cruz” para salvar a pecadores (Heb. 12:2 NVI). La muerte de Jesús sobre la cruz provee el perdón de pecados, pero aun así somos obras perpetuamente en progreso, hasta el día en que vemos a Jesús cara a cara. ¡Qué promesa para nosotras! Se nos promete que, por la vida, muerte, y resurrección de Jesús, Dios nos hará más como su Hijo cada día.
¿Y cómo se llevará a cabo este proceso perfeccionador? A menudo, por medio de circunstancias duras.
Tal como Cristo pasó dificultad, así también nosotras, y frecuentemente sucede en el contexto diario de la maternidad. Experimentamos cosas difíciles cuando nuestros hijos se despiertan varias veces cada noche y tenemos un compromiso de trabajo el siguiente día, o cuando nos sentimos poco apreciadas, aunque hemos pasado largas horas limpiando la casa. A veces la maternidad trae dolor más grande, como cuando un niño criado para confiar en Jesús lo rechaza, o durante el dolor profundo de un aborto espontáneo.
Pero estas circunstancias duras son oportunidades para que seamos débiles y necesitadas delante del Padre. La promesa del Evangelio es que no tenemos que ser suficientemente fuertes para soportar el sufrimiento de esta vida solas.
La santificación es profundamente relacional
Estos tiempos difíciles me recuerdan que el proceso de santificación es profundamente personal. Dios nos hizo para una relación consigo mismo. Y cuando esa relación se rompe por el pecado, Él hizo un gran esfuerzo por arreglarla, mandando a su Hijo a vivir con nosotras y morir por nosotras. Así que no nos manda simplemente a obedecer y luego seguir por nuestro camino solas.
Al contrario, se nos promete que Cristo entiende nuestras debilidades porque, durante su tiempo sobre la tierra, experimentó la tentación tal como nosotras (Heb. 4:15). Por esto, no tenemos que temer cuando no damos la talla. Podemos confiadamente acercarnos a Jesús, sabiendo que nos ama y desea ayudarnos (Heb. 4:16).
Y cuando Jesús se preparaba para dejar a sus discípulos, prometió que su Padre nos daría al Espíritu Santo, quien sería conocido por nosotras, nunca nos abandonaría, e incluso moraría en nosotras (Juan 14:15-17). Dios siempre permanece cerca, dándonos el medio y el poder para “arrepentirnos y creer” por medio de cada situación difícil o fácil con nuestros hijos (Marcos 1:5).
Cuando somos impacientes con nuestros hijos, Dios está cerca. Cuando predicamos el Evangelio a nuestros hijos, Dios está cerca. Cuando sentimos que estamos solas y nadie escucha, Dios está cerca. Se nos promete que Dios obrará en nosotras para hacernos más como su Hijo hasta que seamos completas—y no se dará por vencido con nosotras antes (Fil. 1:6).
La santificación resulta en dependencia
Mi familia regresó otro día de nuestro viaje a la alberca, y una vez más, el interés de mi hijo en la alberca no duró mucho. Me mentalicé para el inevitable juego de tira y afloja. Pero en esta ocasión me llevé la agradable sorpresa de sentir a su pequeña mano apretando la mía. Esta vez, no tuve que luchar por su mano. Mi sorpresa pronto se convirtió en una dulce satisfacción, y la dependencia voluntaria de mi hijo me llenó de gozo.
¿Cuán a menudo luchamos para soltarnos de la mano de nuestro buen Padre cuando Él quiere hacer lo mejor para nosotras? Pero Dios, con infinita bondad, pacientemente aprieta más fuerte nuestras manos.
Cuando considero el proceso de santificación, primero recuerdo mis fallas, y cómo mis días a menudo lucen como pura sobrevivencia. Pero cuando miro a Cristo, se me recuerda que cada exhibición de pecado y debilidad es una oportunidad para que Dios me haga mas como su Hijo. Es una oportunidad para que yo me arrepienta de mi pecado y me enfoque en la cruz en lugar de mí misma.
Cada día es una oportunidad para tomarle de la mano a mi buen Padre en dependencia total, sabiendo que puedo confiar en Él para hacerme más como Él, en y a través de la maternidad.
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido y publicado con permiso.