por Carissa Holzer
Recientemente recibí otro correo de él. Me quería decir que estaban de vacaciones y lo bonito que era el lugar. Que cómo deseaba que estuviera allí, y que siempre estaba pensando en mí. “Lo sabes, ¿verdad?” Suspiro y asiento con la cabeza, lo sé. Pero lo borro de todas maneras. No es que mi corazón esté endurecido o enojado con él, es que simplemente es más sano tenerlo al margen de mi vida ahora.
Por cierto, “él” es mi padre biológico.
Érase una vez, que yo era el bebé no planeado de una relación tóxica. A mi llegada al mundo, fuertes y duras decisiones fueron tomadas, terminando para mi madre en ser madre soltera y el lugar de papá vacío en mi vida. Gloria a Cristo nuestra historia no terminó allí. Hoy, tenemos una larga historia de haber sido buscadas y amadas tanto por el hombre a quien hoy llamo papá como por nuestro buen Dios.
Las familias rotas son la triste norma de hoy en día. Algunos venimos de hogares totalmente destruidos. Otros somos producto de matrimonios rotos, otros son familias injertadas en familias, y otros son completamente desarraigados y plantados en cualquier lugar. En vez de ser una comunidad muy unida, la familia ha llegado a ser un enredo de relaciones confusas que no podemos desenredar. Aunque el abrir nuestras manos y corazones a los huérfanos y desamparados del mundo (biológicamente o de otra manera) puede ser un reflejo del extravagante amor de Dios, cualquiera viviendo o criando en esta situación rota conoce la gravedad de los efectos del pecado.
Esto no es lo que Dios tenía planeado para la familia. Pero tenemos que recordar que lo que Dios empieza Él lo termina. (Fil. 1:6) ¿Y esta historia de familia? Aún no termina.
Hechos para la gloria, rotos por la igualdad
En el principio, Dios creó un reino físico y a un hombre físico y a una mujer para que lo cuidaran y lo extendieran. “Y les dijo: fructificad y multiplicaos; llenad la tierra y sojuzgadla” (Gen. 1:28). El cuadro de la familia estaba pintado, y era bueno.
El enemigo de Dios era astuto. Se escabulló y sacó su propio pincel. “Sabe Dios que el día que comas de él (el fruto prohibido), serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Gen. 3:5). Las personas de la primera familia se sentaron y consideraron. Espera, ¿somos parte de un cuadro que alguien más pintó? ¿No somos iguales que el pintor maestro? De pronto, no era suficiente que cada uno de ellos fuera amado, notado y conocido. Al comer del fruto, el lazo familiar fue estrujado y estirado y roto mientras cada persona peleaba para hacerse un nombre y un lugar para sí mismo. Seguro, la familia se seguía expandiendo fructíferamente, pero se veía más como una expansión de buscadores de sí mismos que del ordenado y definido reino de amor de Dios.
Ahora nuevo, pero aún no completo
Ningún cuadro estropeado va a satisfacer al artista maestro. O lo tira o hace algo nuevo de eso. Dios escogió lo segundo al enviar a Jesús. Mientras este Dios-hombre literalmente pisaba el cuadro, su vida, muerte y resurrección rehicieron y embellecieron todo nuevamente. La comunidad de la familia no fue la excepción. En vez de ser una obra de arte biológica vino a ser un mosaico de la familia de Dios. Y con ello, el trabajo de extender el reino dejó de estar centrado en el fruto del vientre y se centró en el fruto de corazones “nacidos de nuevo”. (Jn. 3:1-21) Uno de estos días, esta diversidad familiar estará completa. El reino de Dios se hará cargo, nuestro trabajo de avanzar fructíferamente será hecho y finalmente celebraremos juntos en la reunión familiar más grande vista jamás.
Esta es la realidad del “ahora-más-no-todavía” que vivimos. Somos nuevos en Cristo, pero aún no completos. Tenemos una nueva familia, la Iglesia, pero aún enfrentamos la realidad de parientes manchados de pecado. Entonces, enfrentando la parte del “aún no”, ¿qué hacemos con estas heridas abiertas y duras cicatrices de las familias aún rotas? ¿Cómo manejamos estas raíces familiares confusas que no se pueden desenredar?
La genealogía de Jesús nos conforta con un árbol familiar aún más enredado. (Mat. 1:1-17) Jesús vino a los suyos, aunque le infligieron heridas y cicatrices mortales. Él se levantó para ser nuestro Sumo Sacerdote que simpatiza con la debilidad porque Él experimentó y entiende nuestro quebrantamiento. Nosotros podemos recordar a Jesús, y día a día, momento a momento, nosotros acercarnos, “pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Heb. 4:16).
Para los creyentes experimentados, esto no será un acercamiento revolucionario, pero es lo que tenemos que hacer todavía. ¿Por qué? Porque este acercamiento y el encontrar comodidad en Cristo en medio de nuestras realidades rotas es cuando Él sella la eternidad en nuestros ojos. Es cuando Él está rehaciendo y re-embelleciendo a su familia para esa reunión familiar pendiente.
El año pasado durante un momento de desesperación, algo que el escritor Jonathan Rogers escribió tocó mi corazón. No recuerdo cómo lo dijo exactamente, pero el sentido era que en un mundo donde muchas historias parcialmente verdaderas son contadas, necesitamos recordar y contar la mejor y verdadera. Esta es una herramienta vital para nosotros. Mientras que nuestras circunstancias personales pueden variar, la mejor historia de familia no. Porque Jesús vino a salvar y a buscar a los suyos que estaban perdidos, vivimos con esperanza. Porque conocemos y tenemos acceso a Aquel que redime a los quebrantados para alabanza de su gloria, el gozo puede reinar aún en los corazones más sombríos. Cuando nos empecemos a desesperar sobre los retos interminables de las relaciones familiares, recordemos y encontremos gozo en la mejor historia, la que no termina con correos borrados sino en la fiesta de la familia totalmente restaurada de Dios.
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido por Eyliana Perez y usado con permiso.