[Nota del editor: este artículo es un extracto del capítulo “No tienes que hacerlo todo” del libro de Abbie Halberstadt, “M de Mamá”]
Aceptar ayuda es una buena idea
Me preguntan a menudo si tengo “ayuda”. La casa que construimos es bastante grande y parece que todos tienen una fascinación por saber cómo me las arreglo para mantenerla limpia (aviso: casi nunca está todo limpio al mismo tiempo) mientras me ocupo de la educación en casa, escribo para mi blog, doy clases de gimnasia, preparo la cena y hago cosas de la vida en general. Llevamos la multitarea en la sangre.
Sin embargo, el hecho de que seamos capaces de hacer muchas cosas a la vez no significa que no nos sintamos agobiadas e insuficientes, o que a veces, mientras hacemos malabarismos para realizar todas las tareas que tenemos entre manos, terminamos estrelladas contra el piso.
Hacerlo todo es un mito
No hay nadie, repito, nadie, que lo haga todo; no hay dos buenas madres iguales. Las diferencias en nuestros intereses y personalidades también significan diferencias en nuestras fortalezas y prioridades. Sin embargo, lo que permanece constante es que ninguna de nosotras es capaz de dominar todas las categorías de todas las cosas todo el tiempo. Creo que el Señor nos ha diseñado así por dos razones:
- Si alguna vez llegáramos a dominar todas las cosas en cada etapa de la vida, nos costaría reconocer nuestra necesidad constante de Él. Nuestra fe estaría en nuestra propia capacidad, y no en Aquel de quien proviene.
- Si hiciéramos siempre todo bien, quizá nunca reconoceríamos nuestra necesidad de los demás.
Al menos una cuarta parte de las veinticuatro horas que tenemos al día debemos dedicarla a dormir si queremos que nuestro cuerpo y nuestro cerebro sigan funcionando a su máxima capacidad. Así que, ¿por qué pensamos que, cuando nos cuesta hacer las cosas y necesitamos ayuda, aceptarlo es, en cierta medida, un acto vergonzoso que nos hace “menos que las demás”?
Orgullosa, no poderosa
Experimenté la misma tensión cuando pedí por primera vez a mi madre que nos ayudara con la educación en casa dos días a la semana. Nuestras gemelas estaban en la etapa en que se cambiaban de ropa diecisiete veces al día y yo estaba embarazada del sexto. Una mujer de verdad debería haber sido capaz de mantener la ropa en los cajones mientras luchaba con las náuseas y el cansancio, fregaba los baños, enseñaba matemáticas y preparaba comida casera para servir en la mesa a tiempo. O eso me decía a mí misma mientras seguía a mi madre a todas partes, intentando enseñarles a mis hijos las mismas cosas que ella ya les estaba enseñando, porque dejarla hacerlo indicaría claramente que yo era negligente.
Creo que es bastante obvio que estaba siendo ridícula (y orgullosa). Por muy contradictorio que pueda parecer en un libro sobre la lucha contra la mediocridad admitir que se necesita ayuda, lo cierto es que insistir en hacerlo todo sola suele producir resultados de menor calidad que estar dispuesta a reconocer tus límites y pedir ayuda o contratar a otra persona cuando sea posible. Por supuesto, hay un mensaje contradictorio en nuestra cultura occidental acostumbrada a salir adelante sin la ayuda de nadie: o necesitamos la ayuda de toda una comunidad, o bien somos como la Supergirl que vive aislada en una comunidad lejana.
Ninguno de los dos extremos es bíblicamente correcto. Hebreos 10:24-25 señala: “Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos…”.
La comunidad y el apoyo práctico que esta ofrece son importantes para nuestra vida cristiana.
Porque esta es la belleza de bendecir a otros. Lo hacemos por ellos, pero nos beneficiamos enormemente a cambio. Necesito recordar esto cuando me siento tentada a abrazar fuertemente mis problemas sobre mi pecho para que nadie pueda verlos y ofrecerme una mano de ayuda. Al hacerlo, les estoy robando la oportunidad de dar y recibir ayuda.
Tienes más ayuda de la que crees
Ahora bien, tal vez estés leyendo y pienses: “eso está muy bien, Abbie, pero todavía no he encontrado una iglesia, y no vivo cerca de mi familia. Todos mis hijos son pequeños. Además, no podemos permitirnos el lujo de contratar ayuda”.
Lo entiendo. Cuando “solo” teníamos dos hijos menores de dos años, estábamos en una situación muy parecida, pero si estás leyendo este libro, es casi seguro que tienes una maravillosa fuente de ayuda sentada cerca de ti, que posiblemente te esté revolviendo el cabello te esté tirando del codo para pedirte un refrigerio. Porque aprender a ser útil empieza a temprana edad. O al menos debería.
La cultura secular de las madres, lo que yo he llamado la cultura de las madres mediocres, no está de acuerdo. Las mismas personas que rechazan la idea de “educar” a los niños manifiestan el mismo rechazo a la exigencia de que ayuden. La sociedad moderna ha adoptado una perspectiva ajena a las generaciones pasadas: la noción de que la infancia requiere una completa libertad de responsabilidades por la sencilla (aunque equivocada) razón de que los pequeños seres humanos no son capaces de asumir ninguna responsabilidad.
Es una conclusión que perjudica a nuestros hijos y a quienes los rodean. Sin embargo, los niños no son inútiles, y cualquier persona pensante sabe que cuantos más hijos tenemos, más desorden tenemos también. Tener más hijos no aumenta en absoluto nuestras posibilidades de tener un hogar ordenado.
A menos, claro está, que estemos dispuestas a trabajar para enseñarles a ser útiles.
Con demasiada frecuencia, nuestras frustraciones en este ámbito proceden de una forma paradójica de pereza que a veces he estado tentada a adoptar. Es algo así como “limpiar con niños es una tortura. Yo misma podría hacerlo mucho más rápido. Mejor los pongo a ver dibujitos animados y lo hago yo”. Hay veces, sobre todo con niños pequeños, en que esta es la única manera de recoger los juguetes de la sala antes que entren nuestros suegros, y está bien, pero cuando se convierte en hábito, tenemos un problema.
La madre excelente en Cristo reconoce que, aunque dejar que sus hijos jueguen y sean pequeños es importante, eludir su responsabilidad de enseñarles habilidades y actitudes que les serán útiles a ellos y a los demás a medida que crecen es un error. Sí, lo he dicho.
Formar a la próxima generación de ayudantes puede parecer, al principio, como si te hicieran una endodoncia mientras haces gárgaras con alcohol antiséptico, pero los beneficios, para ellos, para ti y para los demás, son múltiples. No solo eso, sino que tener hijos acostumbrados a abrirles la puerta a los demás, recoger la mesa después de cenar y hacer la importantísima pregunta “¿puedo ayudar en algo?” brindará oportunidades para testificar acerca del evangelio. Cuando nuestros hijos bendicen a los miembros de nuestra comunidad con su consideración, y esas personas comentan o hacen preguntas, siempre podemos dar la gloria de Dios. “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19), ¿recuerdas?
Por supuesto, en términos prácticos, cuando nos dedicamos a la enseñanza y la formación de nuestros hijos, también cosechamos los beneficios.
“Muchas manos hacen el trabajo más liviano”
Hace años, cuando mi hijo mayor tenía apenas unos diez años, cada noche yo caía en la cama en un estado de completo agotamiento y desánimo. Mi madre seguía viniendo dos veces por semana para la escolarización en casa, pero hacía tiempo que habíamos dejado de contratar a nuestra vecina para que nos ayudara con la limpieza. Los niños y yo hacíamos un buen trabajo durante el día, pero al final, después de la escolarización en casa, la enseñanza bíblica, cambiar pañales y preparar la cena, quedaba agotada. Y, con todo y eso, los platos seguían esperando en el fregadero y las migas no se iban mágicamente a la basura.
Shaun y los niños no se daban cuenta de mi gran necesidad porque a menudo veíamos un programa juntos por las tardes y, aunque yo podía ver la televisión desde la cocina, me daban la espalda mientras fregaba los sartenes y barría el suelo. Finalmente, una noche le conté a mi marido lo mucho que me costaba seguir adelante hasta el final del día, y él respondió con sabiduría práctica.
Propuso que estableciéramos un periodo de limpieza familiar nocturna. Distribuiríamos las tareas de forma adecuada para cada edad y, a continuación, pondríamos un cronómetro y manos a la obra. Así nació nuestra “rutina nocturna”. Ya había establecido un sistema similar para la mañana, pero nunca se me había ocurrido que “muchas manos hacen el trabajo más liviano” sería aún más aplicable al final del día, cuando necesitaba más ayuda. Tal vez fuera porque no quería que mis hijos tuvieran que hacer “demasiado” o porque, una vez más, me estaba aferrando a una idea poco realista de que “debería” ser capaz de hacerlo sin ayuda de nadie.
Fuera cual fuera el motivo, nuestra rutina nocturna me quitó un gran peso de encima. Lo que habría sido un esfuerzo de una hora al final de todo un día se convirtió en una sesión de media hora de limpieza todos juntos. No solo conseguíamos más con más manos, sino que nos divertíamos mucha más: poníamos música a todo volúmen, cantábamos y bailábamos mientras trabajábamos. Y, en el proceso, transmitíamos varias cosas a nuestros hijos:
- Si contribuyes al desorden, contribuyes a la limpieza.
- Eres capaz de aprender nuevas habilidades y hacerlas con excelencia. (Cuando mis dos hijos mayores aprendieron a doblar las toallas, lloraron. Literalmente. Cuando Evy y Nola empezaron a descargar el lavavajillas a los cinco años, estaban convencidas de que era un trabajo demasiado pesado para ellas. Cuando Theo aprendió a guardar la ropa en su habitación, pensó que se moriría del peso de tan duro trabajo. Aviso: todos siguen vivos, y ninguno de ellos piensa ahora que la carga del trabajo sea pesada).
- La contribución de cada uno de ustedes es valiosa e importante para nuestra familia.
- Ayudar es divertido.
Bendecidos para ser de bendición
Enseñar a nuestros hijos a ser útiles encierra las mismas verdades que para los adultos. Son bendecidos para ser de bendición, y aunque la mayoría de las oportunidades para ello comenzarán en el propio hogar, ese comportamiento se desbordará y alcanzará la vida de otros también.
Así que volviendo a la pregunta que me hacen a menudo: “¿tienes ayuda?”. Sí, hay personas que me ayudan. Tengo a mi madre, mi marido, a mis hijos, a mis amigos de la iglesia y a la hija de mi vecina, a la que contraté para que cuidara de mis tres hijos más pequeños unas horas a la semana mientras terminaba este libro.
No es ninguna vergüenza recibir ayuda. Y es una gran alegría ayudar a otros. No era bueno que Adán hiciera su trabajo solo. Y tampoco es bueno para nosotras. Así que la próxima vez que alguien te ofrezca ayuda, responde con un rotundo “¡Sí! ¡Gracias!”. Y luego ofrécete a ayudar a la siguiente persona que veas necesitada. Te sorprenderá la diferencia que significará para tu vida y la de ella.