La maternidad es difícil. (Y todas las mamás dicen… “Amen”.)
La maternidad demanda todo de nosotras. Apenas nos sentamos, el bebé llora. En cuanto nos ponemos en pie, la leche se derrama en el piso. Tratamos de finalizar por lo menos una tarea antes de que acabe el día; sin embargo, parece que nuestros hijos se esfuerzan por estorbarnos.
Las demandas de atender pequeñas personas son a menudo monótonas y aburridas. Las presiones para tomar decisiones, la disciplina, y el discipulado nunca acaban. El reto de hacer algo que nunca antes hemos hecho, solo para verlo cambiar justo cuando nos acostumbramos, es suficiente para volvernos un poco locas.
Y si todo lo que la maternidad hiciera fuera volvernos locas pienso que podríamos lidiar con eso, pero hace mucho más que eso. La maternidad saca a relucir una multitud de pecados que no sabíamos que podían salir de nuestros corazones, que no sabíamos que podían expresarse en maneras tan horrendas. La maternidad expone cuán profundamente preferimos nuestras propias vidas, y qué tan desesperadamente intentamos preservarlas, y nos sorprende lo despreciables que somos en realidad.
¿Y si Dios planeó que la maternidad fuera difícil para un propósito santo?
¿Y si Dios, en su sabiduría, dispuso esta circunstancia difícil para ti, mamá? Este niño de voluntad firme; este matrimonio que se tambalea; las noches sin dormir; la falta de apoyo; esta cantidad de hijos en estos tantos años. Estos límites, estos parámetros. Esta maternidad diferente.
¿Y si Dios, en su bondad, dispuso que esta circunstancia difícil para ti expusiera un pecado en particular? Quizá una raíz de amargura; un rechazo a perdonar; una preferencia por el yo; una tendencia a llevar la cuenta, a sentir que tenemos el derecho a algo, y el orgullo. Un pecado que está evitando que disfrutes de tu relación con Dios, y separándote de su presencia que da vida.
Al final del día, lo último que queremos hacer es enfrentar nuestro pecado. Hemos dado más de nosotras mismas de lo que jamás creímos posible, y preferimos distraernos en vez de reconocer que Dios está llamando nuestra atención sobre nuestro pecado. Es más fácil desconectarnos y revisar nuestros teléfonos que dejar que Dios revise nuestros corazones. Preferimos lavar una carga más de ropa que hacer una pausa para considerar las raíces pecaminosas que se clavan en nuestros corazones y producen las espinas que nos están desgarrando.
Pero mamá, debemos hacerlo. Porque en su misericordia y bondad, Dios dispuso que esta circunstancia que es difícil para ti, no solo fuera para exponer cierto pecado, sino principalmente para magnificar su gracia. Dios nunca quiso que el pecado tuviera la última palabra. “Pero, allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5:20b). Su gracia debe llegar a ser mucho mayor, y cada vez más valiosa para nosotras en este camino de la maternidad. Debemos vivir convencidas de que nada bueno sale de nosotras a menos que permanezcamos en Cristo. Ningún buen fruto se producirá en nosotras o a través de nosotras a menos que el Espíritu esté produciendo fruto en nosotras. El pecado apaga y contrista al Espíritu de Dios, dejándonos sin energía, exhaustas y fatigadas, enojadas y amargadas, distantes y desconectadas, aumentando la ya dura tarea de ser madre (1 Tes 5:19 y Ef 4:30).
Necesitamos el ministerio regular de la Palabra de Dios para convencernos de su bondad y de que Él merece nuestra rendición. Porque cuando nos humillamos y reconocemos su soberanía para ordenar nuestro destino y revelar nuestro pecado, encontraremos la respuesta más maravillosa. Cuando extendemos nuestros brazos, dejamos de apretar nuestros puños y abrimos las manos levantándolas en necesidad, experimentamos, en respuesta, un abrazo de amor y regocijo de nuestro Padre.
Jesus dijo, “De la misma manera, ¡hay más alegría en el cielo por un pecador perdido que se arrepiente y regresa a Dios que por noventa y nueve justos que no se extraviaron!” (Luc 15:7). La parábola de la oveja perdida le recuerda a la mamá cansada que busca refugio, seguridad y vida lejos del Pastor, que no está sola o sin esperanza. El Pastor la busca. Deja las demás para rescatar a su amada oveja, no la deja irse muy lejos a los peligros que la esperan si se escapa. Y cuando la encuentra, la acerca a Él y la carga. La regresa al lugar de vida abundante.
Este Pastor es el Cordero de Dios que lleva nuestras iniquidades. El entró al peligro de la muerte, el camino por el que todos íbamos, y nos liberó para venir a Él en vez de ir con nuestro pecado. Para ser perdonada y restaurada en su presencia por medio de su gloriosa gracia (Is 53:4-12).
¿Y si creyéramos que nuestro Dios nos ama más de lo que podemos comprender? ¿Y si creyéramos que hace todo lo que hace por su bondad, aun en este difícil rol de la maternidad que nos ha tocado? ¿Y si supiéramos que nuestro gozo se encuentra en rendirnos, en dejar de aferrarnos a la manera obstinada de cómo pensamos que deben ser nuestros días, noches o vidas? ¿Y si escogemos la santa tarea de enfrentar nuestro pecado en la presencia del Pastor, en vez de hacerlo a nuestra manera? ¿Y si alabamos al Espíritu de Dios que revela nuestros pecados y corremos con Él al trono de la gracia, abrazando la misericordia y perdón que tenemos aseguradas por la sangre del cordero?
¿Y si creyéramos que nuestro arrepentimiento estimula gozo y alegría en los lugares celestiales, e incluso, mamá, en nuestros propios corazones?
Si creyéramos, sabríamos que aunque sea difícil enfrentar nuestro pecado, el costo de vivir fuera de la comunión con Jesús es más mortífero. Lucharíamos contra la tentación de desconectarnos, de complacernos, de adormecernos, porque sabemos la oportunidad que tenemos frente a nosotras. Sabríamos que estos difíciles momentos que ofrece la maternidad no son pequeños o en vano; son el gran escenario en el que somos santificadas y la gracia de Dios es glorificada.
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido y usado con permiso.