El yo de la escuela primaria tenía una gran cantidad de emocionantes aspiraciones profesionales. Soñé que sería un aguerrido jinete sobre un corcel ganador de premios (sin importar que crecí hasta casi llegar a los 1.80m). O tal vez una de las favoritas de Broadway cantando coros musicales conmovedores usando una falda de aro de ocho capas (lástima que la brillante soprano nunca apareció). Podría resolver sin ayuda la crisis mundial de huérfanos como trabajadora social o deslizarme hacia el oro como patinadora olímpica (si tan solo hubiera pisado el hielo antes de cumplir los veintitantos). En mi futuro de fantasía, todo lo posible estaba sobre la mesa.
Desde profesiones de actuación hasta solicitar su primer trabajo, nuestros hijos pensarán y hablarán mucho sobre el trabajo bajo nuestros techos, tal como lo hice yo cuando era niña. El trabajo es tanto una ambición como una aflicción; un profundo deseo conectado a nuestros corazones creativos desde la más temprana de las edades, pero también un deber difícil contra el cual nuestra naturaleza pecaminosa lucha regularmente. Comenzando con esas primeras imaginaciones “¿qué quieres ser cuando seas grande?”, las mamás tenemos el inmenso privilegio de ayudar a formar las convicciones y hábitos laborales de nuestros hijos, impactando toda su vida y sustento. Aquí hay cinco verdades que podemos ayudar a grabar en sus corazones mientras buscamos dar forma a sus puntos de vista sobre el trabajo en torno al evangelio.
El trabajo refleja a Dios. Como personas hechas a su imagen, nuestra capacidad y llamado para trabajar apunta hacia la naturaleza de Dios. Él es un creador, un protector, un proveedor, un trabajador. Él instruyó a los primeros portadores de su imagen, Adán y Eva, a trabajar también, mucho antes de que el pecado entrara en el mundo. Ellos debían cuidar el jardín, ser fructíferos y multiplicarse (Gén. 1:28; 2:15), porque Dios mismo hace esas cosas. Él es un Dios de belleza, orden y propósito, y podemos apuntar a eso trabajando con excelencia en cualquier empleo que tengamos.
Hoy eso podría parecer como recoger LEGOs (¡hasta el final!) o barrer las hojas de nuestro vecino a cambio de unas monedas; en el futuro podría significar supervisar a niños, realizar una cirugía a corazón abierto o administrar carteras de inversión. Las diversas expresiones de nuestra diligencia y creatividad humana muestran al mundo una pequeña parte de quién es Dios y quién nos ha creado para ser.
El trabajo es un privilegio. Si tenemos las habilidades físicas y mentales para manejar varias responsabilidades en la vida, esas vienen únicamente como un regalo de la gracia de Dios. Podemos ayudar a nuestros hijos a ver que el trabajo, en cualquier forma, brinda la oportunidad de cuidar a los demás, compartir recursos y posesiones con los necesitados, proveer para nosotros y nuestros seres queridos y testificar a los incrédulos. Entonces, mientras acomodamos los cubiertos en el cajón o colocamos nuestra ropa en el cesto, podemos agradecer a Dios por los dedos y las manos que pueden clasificar y transportar y las mentes fuertes que pueden poner orden en los espacios que nos rodean. Cuando empacamos un almuerzo y nos dirigimos a un trabajo, podemos recordar que es una bendición poder ganar dinero, adquirir conocimientos y desarrollar habilidades prácticas para la vida, que podamos honrar al Señor e invertir en quienes nos rodean.
El trabajo es una responsabilidad, no una identidad. Es natural que incluso nuestros niños más pequeños comiencen a centrar su autoconcepto en lo que quieren ser o hacer en el futuro, ¡incluso cuando la ocupación que eligen cambia a diario! Pero estos roles, ya sea un ingeniero, un astronauta o un padre, no los definirán en última instancia. Podemos enseñarles a nuestros hijos ahora que su valor como portadores de la imagen no fluctúa dependiendo de si son un director ejecutivo de alto rango o un cocinero que voltea hamburguesas en el cuarto de atrás; sino que su valor está fijado en Cristo y su trabajo perfecto a nuestro nombre. Así que no importa lo que hagan, pueden trabajar como cristianos. Podemos recordárselo a nuestros hijos cuando se sientan tentados a poner demasiado peso en las aspiraciones terrenales y el aplauso, o a desesperarse por el fracaso en su trabajo. Encontramos nuestro verdadero llamado, propósito y significado solo en Jesús, independientemente de lo que diga nuestra identificación o cheque de pago algún día o cuán exitosas puedan parecer nuestras labores.
Trabajar es más que tener un empleo. Como portadores de su imagen, estamos llamados a servir y ejercer nuestros dones y energías en múltiples ámbitos de la vida… nuestras comunidades, nuestras iglesias, nuestros hogares. El trabajo de los adultos no se limita solo de 9am a 5pm, y no marcamos tarjeta a nuestro llamado para ser laboriosos y excelentes en nuestras tareas cuando salimos de un lugar de trabajo. Llegamos a casa y doblamos la ropa, quitamos la maleza del jardín, cortamos el césped y lavamos los platos. Nos ofrecemos como voluntarios para un puesto de servicio en la iglesia o sacrificamos un sábado para ayudar a nuestro vecino de la cuadra. De manera similar, nuestros hijos están llamados a reflexionar y honrar a Dios en su trabajo durante toda la vida. El entusiasmo con el que completan una tarea para la abuela o sirven en un puesto de limonada a cambio de una paga debe coincidir con su alegre disposición para ayudar a un hermano menor con la tarea o apilar leña con papá un sábado por la mañana. Glorificamos a Dios trabajando duro, en su alegría y fuerza, tanto cuando la tarea parece divertida o gratificante como cuando es difícil, aburrida o simplemente necesaria para la vida en un mundo caído.
El trabajo es para la gloria de Dios, no para la nuestra. Como cristianos, estamos llamados a hacer todo para la gloria de Dios, incluso las funciones más básicas de comer y beber (1 Cor. 10:31). Nuestro objetivo principal con el trabajo, entonces, es más grande que acumular riqueza, lograr una cierta posición social, ganarnos los gustos de los demás o atesorar la mejor casa o el mejor automóvil de la cuadra. No fuimos creados para glorificarnos a nosotros mismos a través de nuestros trabajos, sino para llevar la atención a Dios, el trabajador perfecto. Ofrecer nuestros cerebros y cuerpos a Dios para su servicio se convierte en una forma de complacerlo y adorarlo (Rom. 12:1). Cuando nuestros hijos tienen dificultades para abordar una tarea con la actitud o el esfuerzo correctos, podemos desafiarlos preguntándoles: “¿Estamos adorando a Dios y dándole gloria en este momento? ¿Estamos enfocando nuestro corazón en honrarlo y obedecerlo o en hacer lo que más queremos?”.
No podemos proteger a nuestros preciosos hijos de las dificultades y decepciones del trabajo de este lado del Edén. Debido a la caída, el trabajo no siempre será divertido o satisfactorio. Puede forzar nuestros cuerpos y estresar nuestras mentes. No siempre llegaremos a ser lo que queramos ser cuando crezcamos. Lucharemos contra pecados como la pereza y la adicción al trabajo. Pero, como todos los aspectos de nuestras vidas, el evangelio cambia la historia y redime lo que se ha roto. Debido a que Cristo completó la obra de nuestra salvación, tenemos esperanza mientras trabajamos en esta vida.
Cuando el trabajo se pone difícil para nuestros hijos, podemos recordarles que esto es parte de la consecuencia del pecado en nuestro mundo. Demuestra nuestra necesidad de un Salvador, pero la gran y gloriosa noticia es que tenemos uno. Ahora podemos trabajar con nuestro descanso en Cristo y la promesa de que nuestros esfuerzos serán restaurados a un perfecto gozo y con fruto una vez más en el cielo. Y mientras servimos y honramos a Dios con nuestras manos y mentes en este momento, Él es fiel en usarnos para ministrar el evangelio y edificar su reino… ¡el trabajo más maravilloso de todos!
Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido por Francesca Astorino y usado con permiso.