Nota del editor: Este artículo es el primero de dos artículos sobre la depresión en la maternidad por la autora Christine Chappell. Christine ha publicado recientemente un libro llamado Misericordia en la Oscuridad por medio de la editorial Portavoz. Si sufres de depresión, o conoces a una madre que está pasando por esta situación, te animamos a conseguir el libro en físico o en formato digital en Amazon o tu librería preferida. También te animamos a buscar ayuda en tu iglesia local.
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Ser admitido en el hospital psiquiátrico no se sintió como la misericordia de Dios para mí. Parecía más bien una crueldad. Quería estar “libre de depresión”. Pensé que esa era una meta que honraría a Dios y por la que debía luchar. Con un hogar que administrar y una familia que cuidar, parecía que no había tiempo para el desánimo. Estaba cansada de ser orillada por la tristeza.
Pero me desgastaban los conflictos y los desafíos de la crianza de los hijos. A pesar de que me había esforzado tanto durante tanto tiempo por “mantener la calma y seguir adelante”, el esfuerzo continuo por ser emocionalmente estable parecía inútil. Me sentía “bien” solo por un tiempo. Entonces me hundía.
Quizás la peor sensación de todas fue la ausencia percibida del Señor a quien amaba. No podía reconciliar mis penas con su aparente indiferencia. Parecía como si se hubiera “olvidado Dios de sus misericordias” conmigo, como si “en su enojo ya no quiere tenernos compasión” (Sal. 77:9 NVI). Seguramente Dios vio lo mucho que me había estado esforzando y sabía cuánto tiempo había estado llorando. Entonces, ¿por qué dejarme sentada en una oscuridad de la que me había esforzado durante años por evitar? Me sentía tan avergonzada de mis luchas. Me sentía como un fracaso olvidado por Dios.
No fue hasta que me hospitalizaron que Dios me permitió escuchar cuán cruel se había vuelto mi diálogo interno. Estaba tan decidida a liberarme de la depresión que la búsqueda incansable de esa meta se convirtió en mi motivo para vivir. En mi desesperación, mi esperanza se desvió de Cristo y se centró en un cambio que no podía producir por mi cuenta. Entonces, cada vez que el dolor y la angustia me hacían sentir abrumada nuevamente, cada vez que no podía “salir” de mi estado de ánimo miserable, me sentía como una creyente avergonzada. Me desesperé de la vida misma.
Sin que yo lo supiera, pero plenamente conocido por Dios, la desesperación me había alejado de su gracia (Gál. 3:3; 5:4).
Rescate inesperado
Es comprensible que lo que más deseaba en esa época de maternidad era la liberación. Pero inesperadamente, Dios me rescató de mi mentalidad despiadada. Él ya sabía que yo no tenía justicia propia de la que jactarme; fui yo quien tuve problemas para aceptar ese hecho. Ni siquiera podía salir de la sala cerrada en la que estaba, y mucho menos escapar de la prisión de la oscuridad. Veía mi experiencia de depresión no solo como indeseable, sino como imperdonable.
Dios vio cómo me condenaba a mí misma. Había estado tratando la sangre de mi Salvador como una cubierta incompleta para la noche oscura del alma, como si hubiera sido capaz de sufrir mis penas sin dificultad, de sufrirlas perfectamente.
Esa semana en el hospital, llegué a ver la compasión de Dios hacia mí con mayor claridad, y no porque Él ordenara un cambio milagroso en mis circunstancias. Más bien, me mostró que no era su voz la que rugía con condena. Sus palabras fueron: “Ven a mí”, no “Supéralo”; “Descansa”, no “Esfuérzate más” (Mat. 11:28). Me estaba invitando a tomar un yugo que pudiera soportar en mi condición de cansancio, una carga mucho más ligera de la que me había estado obligando a llevar.
No era Jesús quien insistía en que yo saliera del pozo. Era Jesús quien me llamaba a refugiarme en Él mientras me guiaba a través de la oscuridad.
Dios no tiene prisa
Como aprendí después de años de luchar contra el desaliento, lo que consideramos la lentitud o indiferencia de Dios es en realidad su paciencia hacia nosotros mientras Él haga su obra redentora en nuestras vidas (2 Ped. 3:9; 1 Tim. 1:16). Sí, hay ocasiones en las que un enfoque de solución rápida es una respuesta adecuada al problema del momento. Pero los métodos de Dios para reparar corazones y reavivar espíritus entre su pueblo suelen ser menos apresurados. Aunque se puede confiar en que el Gran Médico hará esta obra restauradora según su promesa, lo hace a un ritmo que le parece bueno y se adapta a sus propósitos eternos.
A pesar de nuestro sentido de urgencia, no hay emergencias para Aquel que tiene nuestros tiempos en sus manos (Sal. 31:15).
El ritmo pausado de Dios puede ser una realidad difícil de comprender para nosotros, particularmente en la depresión. Cuando la ayuda de Dios parece insoportablemente lenta, puede parecer como si la estuviera reteniendo por completo. Y cuando tememos que haya callado su compasión y se haya olvidado de ser misericordioso con nosotros, podemos pensar que debemos salir del pozo de la desesperación por nuestra cuenta. Heridos por lo que parece una falta de simpatía, podemos gemir a Dios como Job en su angustia: “Te has vuelto cruel conmigo; con el poder de tu mano me persigues” (Job 30:21 NBLA).
Sintiéndonos abandonados por Dios, podemos redoblar nuestros esfuerzos por ser fuertes y firmes en nosotros mismos. Tal vez incluso seamos capaces de sentirnos “bien” o “mejor” durante un período de tiempo. Pero, en última instancia, la autosuficiencia resulta poco fiable. Nos derrumbamos y nos desesperamos de la vida misma. Necesitamos ayuda externa. Necesitamos rescate.
Necesitamos misericordia.
Misericordia tierna y oportuna
Lo confieso: sentí como si Dios se hubiera vuelto cruel conmigo en esa dolorosa temporada de la maternidad. Pero en el hospital, el Espíritu me ayudó a reinterpretar el trato de Dios conmigo. A través de su palabra, recordé que al Señor nunca le sorprende la desesperación de su pueblo. Mi Creador sabía lo indefensa que me sentiría en los días oscuros antes de que uno solo de ellos sucediera (Sal. 139:16). Él previó todas las dificultades, conflictos, penas y dolores que yo soportaría. Él conocía cada una de las formas en que yo pecaría en palabra, pensamiento y obra.
Sabía que necesitaría ayuda, rescate, misericordia.
Entonces el Espíritu dio testimonio de la naturaleza de Dios: que le encanta consolar (no condenar) a los abatidos (2 Cor. 7:6). Que se apiade de sus hijos débiles y necesitados (Sal. 72:13). Que por amor a su santo nombre, el Padre de las misericordias envió a su Hijo a padecer mis dolores perfectamente. De acuerdo con su tierna misericordia (Luc. 1:78), el Señor entró en mis tinieblas para hacer lo que yo no podía.
“Por el gozo puesto delante de él, sufrió la cruz” (Heb. 12:2). En el momento perfecto, Jesús me salvó de experimentar la oscuridad eterna (Rom. 5:6). Trabajó pacientemente hasta la muerte para librarme de la tristeza perpetua. Ver a Jesús en la cúspide de su angustia es percibir más claramente su misericordia en la mía.
Mejor motivo
De acuerdo con el plan misericordioso de Dios, Jesús resucitó de la oscuridad más profunda de todas. Eso significaba que debajo de mi pozo de desesperación estaban los brazos eternos (Deut. 33:27). Y esos brazos fuertes y firmes extendieron las manos que me unieron, manos que no se avergonzaron de ser grabadas con mi nombre (Is. 49:16). Estas palmas fueron traspasadas por mí para que pudiera tener esperanza en mi miserable pero momentánea aflicción (2 Cor. 4:17). ¿Qué más trabajo me quedaba por hacer sino descansar en ellas?
Todavía tenía el evangelio para compartir y el amor de Cristo para dar. No había mejor motivo para seguir adelante cuando la oscuridad no se disipaba.
La semana que pasé en el hospital psiquiátrico no me pareció misericordia en ese momento, pero la bondad que Dios me dio allí llevó mi corazón a la paz y al arrepentimiento (Rom. 2:4). No tenía que estar libre de depresión antes de poder vivir para la gloria de Dios. La vida sin pecado y el sacrificio perfecto de Cristo me liberaron de la carga insoportable de ser perfecta en mí misma. Puesto que Jesús obedeció la voluntad de Dios hasta la muerte, yo podía morir a mi deseo de un alivio rápido y vivir para caminar por fe, un pequeño paso a la vez.
No podía sentirme mejor rápidamente, pero podía encomendar mi alma “al fiel Creador mientras haga el bien” (1 Ped. 4:19). Podría aprender a descansar en Cristo mientras dure la oscuridad.
Este artículo fue publicado originalmente en inglés en Desiring God. Traducido y publicado aquí con permiso.