“No es justo. Yo no debería tener que limpiar un lavabo donde otras personas han escupido su pasta de dientes y su saliva. ¡Nunca he tenido que limpiar nada en mi vida!”.
Me quedé boquiabierta. No podía creer que una muchacha de 19 años, prácticamente una adulta, se quejara de tener que tender su cama y apoyar con la limpieza de su cuarto en el dormitorio.
Unos días después, una compañera de clases me contó que, apenas medio semestre después de empezar su carrera universitaria, ya estaba pensando irse a casa. “Lo que pasa es que no puedo hacer la tarea. No puedo organizarme. Mi mamá siempre manejaba mi agenda, casi me hacía la tarea, y me decía cuándo tenía que estar y en dónde. Simplemente no soy capaz de hacerlo yo sola”.
Podría contarte de otros que evidenciaban una incapacidad para tener amistades, una total falta de respeto hacia sus maestros, o una pereza extrema. Tuve varias de estas experiencias al dejar mi casa a los 18 años, cuando viajé a otro país para estudiar en una universidad cristiana. Fue en ese entonces que comencé a apreciar los hábitos y valores que mis padres me habían inculcado. Cosas que me habían molestado y frustrado, cosas que me parecían absurdas e ilógicas, cobraron significado y valor.
Ahora, veintitantos años después, tengo tres adolescentes en mi hogar. Y, como padres, queremos darles a nuestros hijos algunos de los mismos regalos indeseados que mis padres me dieron. Esos regalos que ellos nunca desearían. ¿Por qué? Porque entendemos la bendición que traerán a su vida.
¿Cuáles son estos regalos?
- Resistir su voluntad. No recuerdo un momento en mi vida cuando sintiera que podía hacer lo que yo quería. Desde mis recuerdos más tempranos, mi vida y voluntad estaban bajo la autoridad de otras personas, personas que me amaban y proveían para mis necesidades. Nunca me permitieron pensar que yo era capitán de mi propio barco ni jefa de mi propio destino. Al resistir la voluntad de mis hijos, les ayudo a entender que la bendición y la protección vienen cuando someten su voluntad a Dios.
- Exigir que respeten autoridades imperfectas. En mi casa, el respeto a las autoridades no dependía de si lo merecían o no. Si un maestro, un tránsito, o incluso un pastor parecía ser injusto, yo debía respetarlo solo por la posición que tenía. Así aprendí que ningún ser humano es perfecto, y nadie va a cumplir su rol de manera perfecta. De hecho, entendí que respetar y obedecer a mis autoridades es una manera de confiar en Dios, quien sabiamente coloca cada autoridad en nuestras vidas. Al enseñar a mis hijos a respetar autoridades imperfectas, les apunto hacia la única Autoridad Perfecta.
- Asignarles tareas en el hogar e iglesia. Desde muy pequeños, todos teníamos trabajo que hacer en la casa para beneficio de todos. Entendí que aportar al bienestar de la familia era una parte normal de la vida. Esto aplicaba en la iglesia también. Toda mi familia participaba y ayudaba en lo que fuera necesario. Esto ha impactado enormemente mi perspectiva de lo que es ser parte de un hogar y una iglesia. Al obligar a mis hijos a servir a otros con buena actitud, les dejo el patrón para ser miembros activos y edificantes de sus iglesias y hogares.
- No motivarles con incentivos materiales. En mi casa se esperaban las mejores calificaciones posibles según las habilidades de cada uno. Se esperaba esfuerzo y desarrollo en áreas artísticas. Se esperaba espíritu de servicio y colaboración. Pero estas cosas nunca se premiaron materialmente. No hubieron “pagos” por buenas calificaciones ni nada por el estilo. Se esperaba que cada uno hiciera su mejor esfuerzo para la gloria de Dios. Al motivar a mis hijos a hacer su mejor esfuerzo para la gloria de Dios, los rescato del consumismo egoísta.
- Enseñarles a sentarse en el culto. Desde muy pequeña, recuerdo estar sentada en la primera fila mientras mi papá dirigía la música y mi mamá tocaba el piano. Aunque tuve algunos momentos “famosos” cuando probé esos límites, pronto aprendí que el tiempo de adoración y predicación es un tiempo sagrado en el que debemos minimizar las distracciones para otros, disponiéndonos a participar y escuchar. No puedo medir el impacto espiritual acumulativo de pasar años calladamente sentada en el culto, participando en la adoración y escuchando la predicación. Al enseñar a mis hijos a apreciar cada elemento del culto, y mostrar respeto a los demás estando quietos, facilitamos años de crecimiento espiritual en sus vidas.
- Recordarles de su condición pecaminosa. Sería fácil pensar que no es sano para la condición psicológica de los niños estarles recordando que son pecadores. Pero, mi experiencia es precisamente el opuesto. Si mis padres sabían lo pecaminosa que yo era y aun así me amaban incondicionalmente, era más fácil creer que existe un Dios que me ama también. Al ser honesta con mis hijos acerca de su condición espiritual, los preparo para acercarse al Único que puede solucionar su problema espiritual.
- Permitirles saber que sus padres son imperfectos. En mi hogar, mi padre pedía perdón tan pronto se equivocaba. No presumía alguna santidad especial. Crecí sabiendo que mis padres no eran perfectos, pero que querían agradar a Dios y encontraban esperanza en Él. Quizá a veces sentía un poco de decepción porque otros adultos parecían ser perfectos, pero luego entendí que esa apariencia era falsa. Al reconocer mis faltas y buscar el perdón de mis hijos cuando fallo, modelo una relación sana y humilde que le da la gloria a Dios.
- Dejarles en claro que la relación entre mamá y papá es la más importante en el hogar. Contrario a la enseñanza popular moderna, el conocimiento de que mi papá valoraba su relación con mi mamá más que la que tenía con nosotros —sus hijos— me proveía estabilidad emocional. Sabía que la Biblia enseñaba que el esposo debía ser como Cristo, y la esposa como la iglesia (todos los creyentes). Si Cristo me iba a tratar como mi papá trataba a mi mamá, tener una relación con Él era atractivo para mí. Yo me sentía segura porque estaba segura de la calidad de su relación matrimonial. Al priorizar mi relación matrimonial, les comunico a mis hijos el valor de esa relación y modelo el amor de Cristo.
Me encanta darles regalos a mis hijos. En especial, me encanta regalarles algo que han deseado o esperado durante mucho tiempo. Como padres, es natural y bueno regocijarnos en la felicidad de nuestros hijos. Jesús mismo reconoció que, aunque somos pecadores, somos capaces de darles buenos dones a nuestros hijos (Mt. 7:11).
Pero, a veces me toca darles regalos indeseados, regalos que no son capaces de apreciar todavía. Esto a veces se torna muy difícil. Sin embargo, si quiero permanecer fiel en la crianza bíblica, necesito poner la mirada en Dios, mi Padre perfecto, de quien recibo cada don perfecto y quien me motiva a dar regalos indeseados a mis hijos.
Este artículo fue publicado primero en Palabra & Gracia.