por Amy DiMarcangelo
Criar es difícil. Ya sea que naveguemos entre los berrinches de nuestros pequeñitos o el mal temperamento de nuestros adolescentes, necesitamos aliento en las trincheras.
Pero algunas veces, en vez de cultivar esperanza en Cristo, tratamos de recobrar el aliento minimizando nuestro pecado. Vemos cómo nuestro día estuvo lleno de tiempo perdido, palabras impacientes, motivos egoístas, y repuestas con ira, y nos decimos a nosotras mismas: ¡No te preocupes! Ningún padre o madre es perfecto. ¡Estás haciendo lo mejor que puedes!
Es difícil admitir la profundidad de nuestros fracasos. Yo quiero ser una buena mamá. Amo a mis hijos y deseo que se sientan amados. También quiero hacer mi mejor esfuerzo para convertirme en una mejor mamá, una que dependa más y más del Espíritu para imitar el amor y la paciencia de Dios.
Pero, la verdad es, no siempre hago mi mayor esfuerzo. Nadie lo hace. A veces les grito a mis hijos. Los avergüenzo por su mal comportamiento. Los trato como si fueran una molestia. No los escucho. Estoy resentida por su dependencia de mí. Retengo el perdón. Alimento la amargura. Hago muecas, frunzo el ceño y azoto puertas. Mi motivo detrás de la disciplina se convierte en sancionador en lugar de redentor.
Algunos días simplemente soy una mala mamá. En esas ocasiones no necesito la falsa seguridad de que estoy haciendo lo mejor que puedo, porque no es cierto. Necesito la esperanza de que Jesús puede limpiarme de mi iniquidad.
Llama al pecado como lo que es
Muy dentro de nosotras, sabemos que nuestro problema no es solamente nuestra debilidad; es nuestra maldad. Y nuestras falsas afirmaciones y excusas no dan esperanza a nuestras cansadas almas. Debemos quitar nuestra fachada de que estamos “haciendo nuestro mejor esfuerzo” y admitir cuando no lo estamos haciendo. Cuando minimizamos nuestro pecado, negamos la gracia que viene con el arrepentimiento.
Aunque identificar nuestro pecado parezca una manera poco probable de encontrar paz, la Palabra insiste en ello: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:8-9).
Si queremos verdadera libertad —libertad que nos limpia de nuestra iniquidad— debemos honestamente ponerle nombre a nuestra maldad. Cuando estamos siendo perezosas en nuestra crianza, no podemos llamarlo “cansancio”. Cuando estamos siendo ásperas, no podemos llamarlo “disciplina”. Cuando estamos siendo egoístas, no podemos llamarlo “cuidado personal”.
Dios nos ha llamado a ser mejores padres. No se refiere a un “mejor” que es mejor que la vecina, o un “mejor” que se conforma a las expectativas sociales, o incluso a un “mejor” que ayer, sino un “mejor” que refleja Su gracia transformadora. Pero nunca alcanzaremos, mucho menos deleitarnos en, esa gracia a menos que intercambiemos esos falsos ánimos por confesiones honestas.
- Confiesa a Dios
Dios sabe cuán profundo es nuestro pecado. Por su causa Él ya ha descargado juicio sobre Su propio Hijo. Él sabe los motivos siniestros detrás de cada cosa áspera, manipuladora y egoísta que como padres decimos y hacemos. Limpiar nuestra conducta exterior no enmascara nuestra depravación interior. Dios no está interesado en domar nuestro pecado; está aquí para aplastarlo.
Dios nos ha librado del dominio del pecado, nos ha dado la ayuda de Su Espíritu, y ha derramado gracia para ayudarnos a vencer la tentación. Para Su pueblo comprado con sangre siempre hay una salida (I Corintios 10:13). Cuando nuestros hijos se quejan, desobedecen, y nos faltan el respeto, Dios nos da todo lo que necesitamos para superar la ira que brota en nuestros corazones.
Pero, si aun así, nosotros insensatamente nos volvemos al pecado en vez del Espíritu, después sintiendo el peso de nuestro fracaso, podemos correr al trono de la gracia, donde la confesión siempre es bienvenida. Dios sin duda es ¨fiel y justo para perdonar nuestros pecados” (I Juan 1:9), y qué gozo es experimentar la extravagancia de Su perdón.
- Confiesa a tus hijos
No recuerdo muchos detalles acerca de las veces en que mis padres pecaron contra mí. Lo que más está grabado en mi mente es cómo ellos venían a mí y pedían perdón. En vez de echar la culpa o esconder su pecado debajo de la alfombra, ellos mostraban que el Espíritu estaba trabajando en ellos, convenciéndolos y fortaleciéndolos para cambiar.
Cada vez que confesamos nuestros pecados a nuestros hijos, demostramos el efecto transformador del Evangelio que profesamos. Cuando buscamos su perdón, apropiando la gravedad de nuestra culpa en vez de tratar de minimizarla, mostramos que, en Cristo, no necesitamos esconder nuestro pecado o andar en vergüenza. Podemos confrontar las palabras y acciones impías con toda su fealdad, porque la cruz nos cubre. Nuestras fallas no deben ser una piedra de tropiezo para la fe de nuestros hijos; al contrario, ellas pueden destacar las asombrosas buenas nuevas de Jesús.
- Confiesa a hermanos y hermanas
El pecado prolifera cuando lo mantenemos en la oscuridad. Una de las bendiciones de la comunión con otros creyentes es que ayuda a traer a la luz nuestro pecado. Después de que confesamos a Dios y a nuestros hijos, confesar a hermanos y hermanas en Cristo de confianza es un acto de humildad que Él bendice.
No me gusta confesar detalles de mi ira a mujeres en mi grupo de comunidad. Yo prefiero ser el ejemplo estelar de una madre piadosa, impartiendo sabiduría a todo aquel que escucha. Aun cuando confieso mi pecado, estoy tentada a sutilmente socavar su seriedad. Es mucho más fácil explicar que estaba teniendo un día difícil, y prontamente girar la conversación a la culpabilidad de mis hijos. Justo como Adán y Eva, apunto los dedos.
Cuando somos tentadas de esta manera, tenemos que bajar los humos; el camino a la misericordia conlleva matar el orgullo. Proverbios 28:13 nos recuerda, “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia.” Nuestros hermanos en Cristo pueden ayudarnos a olvidar el pecado, y cuando abrazamos el acto a veces amargo de la confesión pública, llegamos a probar la dulzura de la misericordia de nuestro Padre.
Si padres airados, egoístas, retraídos, amargados, ansiosos y controladores tienen alguna esperanza de llegar a ser padres pacientes, generosos, amables, sufridos, que reflejan el amor sacrificial del Salvador, necesitamos más que falsos ánimos. Necesitamos invitar a la convicción y corrección del Espíritu a llamar a nuestro pecado como lo que es y confesarlo libremente. Solo entonces conoceremos el gozo del perdón. Esto ofrece mucho mayor esperanza y paz que pretender que estamos haciendo lo mejor que podemos.
Este artículo fue publicado originalmente en www.thegospelcoalition.com. Usado con permiso.