Lanzando Adultos

septiembre 12, 2021

por Sheila Dougal

He cargado bebés con cólicos, he perseguido a niños inquietos, he instruido a chicos entusiastas de primaria, he orado con preadolescentes confundidos y he apoyado a jóvenes atravesando la pubertad. Todos ellos me han llamado mamá. Mis hijos tienen dieciséis y dieciocho años de edad. El mayor se irá a la universidad en el otoño (se escucha el tema de la canción de Toy Story y algunas lágrimas).

Ahora siento que se desprende el cordón umbilical invisible de criar y enseñar que ha alimentado a mis hijos por más de dieciocho años. Mi deseo es llevarlos de depender en mamá a depender en Cristo. Y este deseo es una labor tan intensa como el dolor rítmico de las contracciones que trajeron sus pequeños cuerpos a este mundo.

En Gálatas 4 Pablo escribe a una iglesia por la que teme que ha creído en un falso evangelio, y usa la imagen de una mujer en labor de parto para describir el dolor y el deseo que tiene por aquellos que ama: “Hijitos míos, por quienes sufro dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gál. 4:19). Esta es la tensión de la maternidad durante la fase de desprenderse. Es un parto. Es la tensión de la cuerda de un arco listo para lanzar una flecha de confianza en el poder del Evangelio.

Hay una escena en la Biblia donde María, la madre de Jesús, le pide a Él que arregle la situación de falta de vino en la boda que atendían (Juan 2:3-5). Tal vez ella hacía lo que toda madre hace, decirle a su hijo qué hacer. Pero en esta ocasión la respuesta de Jesús no es “Sí, Mamá.” Es una pregunta que obliga a María a enfrentar el cordón de la autoridad paterna desprendiéndose de su invisible corazón del vientre: “¿Qué tienes conmigo, mujer? Aún no ha venido mi hora” (Juan 2:4).

La respuesta de María me hace pensar en mi propia respuesta a lo que Jesús está haciendo en la vida de mis hijos. ¿Estoy dejando ir? ¿Los estoy apuntando hacía Cristo? María no trató de aferrarse a su hijo, ella lo dejó ir y apuntó a otros hacia Jesús. “Haced todo lo que os dijere” (Juan 2:5).

No se supone que mis hijos me obedecerán a mi para siempre. Pero están para obedecer a Jesús.

Dejar ir es difícil. En esta etapa de mi vida estoy enfrentando mis propios miedos y la idolatría de la maternidad que pensé no era problema. Temo que mis hijos no vayan a obedecer a Jesús. Y por feo que parezca, veo como mi amor por mis hijos puede llegar a ser, como C. S. Lewis lo describe en Los Cuatro Amores, dioses y después demonios que destruyen el amor y lo convierten en odio. (1)

En esta etapa de desprendimiento en la maternidad, me encuentro vacilando entre distanciarme de mis hijos y correr hacia ellos para confortar mi dolor en el corazón. Ninguno es sano. Pero también encuentro al Espíritu Santo guiándome a caminar el camino de fe que está lleno de tensión. Debo tomarles de la mano a mis hijos; pero debo tomar esa mano y ponerla en la de Dios.

Al final de I Samuel, cuando la amistad de David y Jonatán está siendo quebrada por la misión asesina de Saúl, Jonatán va a David, y el pasaje dice que Jonatán “fortaleció su mano en Dios” (I Sam. 23:16). Jonatán creyó que David sería rey, lo amaba, y pudo haber querido aferrarse a él, pero no lo hizo. Él fortaleció la mano de David en la mano de Dios.

Y allí radica la fuerza opuesta del Espíritu, estirándome durante esta etapa de maternidad. Aún tengo hijos en casa. No son adultos ya establecidos. El mundo es aterrador. Muchas cosas trabajan en contra de la esperanza que tengo en que ellos van a amar a Jesús y seguirlo a Él. Estoy tentada a endurecer mi corazón, dejar ir y alejarme para autoprotegerme. Pero Cristo en mí no dejará que eso pase. Hay una labor sucediendo en esta fase de la maternidad. Me obliga a tomar a mis hijos casi adultos de la mano y no aferrarme a ellos sino poner sus manos en las de Dios.

¿Cómo se ve eso? Para mí es pedir a mis hijos que revisen sus calendarios y agenden tiempo conmigo y abran su Biblia. Es preguntarles con qué están luchando, por lo que están contentos, por lo que están frustrados y escucharlos. Significa ir a sus recámaras cuando sería más fácil dejarlos que se escondan detrás de sus celulares, juegos o música mientras yo leo un buen libro. Y significa que cuando vaya a ellos, resista pensamientos de derrota cuando la conversación no va tan bien.

Significa dejarlos solos algunas veces. Significa dejarlos experimentar pruebas y fracaso y las consecuencias naturales. Significa orar fervientemente y abrazarlos y decirles que los amo.

En cada etapa de la maternidad, ya sea cargando bebés o abrazando adultos jóvenes, podemos redimir el tiempo y descansar en el poder del Evangelio. Se ve diferente en cada etapa, pero tenemos que hacer lo mismo en cada etapa. Laboramos y nos estiramos para continuar alcanzando las manos de nuestros hijos, no aferrándonos a ellos, sino poniéndolas en las manos cicatrizadas de Aquel cuyo amor por ellos es más fuerte y puro que el nuestro.

Este artículo fue publicado primero en Risen Motherhood. Traducido por Eyliana Perez y usado con permiso.

(1) C. S. Lewis, Los Cuatro Amores (Harvest Books, 1971), 10.

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Autor

  • Vive en Surprise, Arizona con su esposo y sus dos hijos donde trabaja como Administradora de Casos de Enfermeras Registradas. Sirve en el staff de su iglesia, Valley Life Church Surprise, como Directora del Ministerio de Niños. Sheila escribe acerca del matrimonio, maternidad, depresión, cuidado de la salud y ocasionalmente poesía. Te puedes conectar con ella en Twitter, Instagram y en sheiladougal.com

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